EL POLÍTICO - RADIOGRAFIA DE LA PAMPA - Ezequiel Martínez Estrada -1933
Ningún beneficiado -con empleo, exención de impuestos, concesiones- puede del todo reconocer públicamente el favor, porque siempre hay un padre desconocido en el nuevo ser que el comadrón trae a la vida. Esa infatigable diligencia del político que ayuda al parto y a veces da su nombre al feto, es la actividad subrepticia y profesional: ostensiblemente inviste el papel de conocedor de lo que se llama ciencia y arte de gobernar.
El primer paso en la carrera es tener una casa cómoda. La casa del político es una casa pública, a la que tiene acceso la parroquia. Van llegando hasta la sala, adictos que adolecen de alguna incapacidad o mengua. Vestíbulo y sala de recibo tienen algo de consultorio, y la recomendación es la receta para la dolencia.
El político se debe al comité y a sus amigos; aquél es el local adosado a su casa y éstos la prolongación de su familia. Sabe que su misión es dar, servir a su votante, y cuando no se le pide nada está intranquilo, como el médico ante un paciente que tiene apariencias de perfecta salud. En esa sala donde ausculta, interroga y asiste, despliega un complicado psicoanálisis de chamán. Es un gran señor de plebes postulantes, un proxeneta de rango que está en ciertos entretelones del gabinete y administra la noticia inédita con parsimonia y con arreglo a la posología del chisme. Vive en el centro de las noticias de la calle que recogen los adictos y que le entregan como pago de la visita.
Luego las llevará a las reuniones de dirigentes, según convengan o no a sus proyectos; porque el arte de la comadrona tiene sus exigencias sociales. Su papel es hacer promesas; hablar del porvenir con seguridad de profeta y tener confianza en algo; en el gobierno o en la caída del gobierno. Trasmite fe. La magnitud de las promesas varía conforme aumenta su poder, y viceversa: concejal, diputado, senador, ministro, presidente, como círculos concéntricos desde donde se reparte la dádiva en mayor o menor cantidad. Pero el verdadero político no es el que da, sino el que cambia de mano la dádiva. Cuando alcanza la más alta magistratura adquiere categoría de ídolo, pero se hace en él más visible lo que no puede dar: mientras que disponiendo de la promesa como programa y recetario, la faltriquera mágica resulta inexhaustible.
El político se conserva en el auge de su prestigio mientras dura su habilidad de emplear frases ambiguas, abstractas; mientras usa lugares comunes y frases hechas, sin arriesgar opiniones a fondo. Mas ha de saber transmitir fe al adicto. La fe se conserva pura cuando demuestra que sabe de todo un poco, muy confusamente, pero con un gran anhelo del bien. Saca partido de lo que ignora, y el manejo de los nombres y de las cifras, los olvidos intencionales, los rodeos y circunloquios le dan, a los ojos del truhán, aspecto de presa fácil; porque ningún necesitado deja de creer en sus adentros que con un hombre así se puede hacer a la larga lo que se quiera. Y se equivoca -ésa es la trampa-, pues esa aparente debilidad es casualmente su fortaleza.
Más que al abogado, ábrese al médico un horizonte de éxitos, porque ejerce de mistagogo, y el domonio de una fuerza X le agrega el prestigio de dotes adivinatorias. Jakob Larrain, hablando de Rawson con el natural respeto que ese hombre merecía, descubre que en nuestro ambiente el médico tiene para el vulgo una doble personalidad salutífera. Muchos líderes son médicos, aunque se comporten como magos. Nuestros males son misteriosos.
Ezequiel Martínez Estrada
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